#Lourdes El tren de los milagros
PEREGRINACIÓN PRODIGIOSA
A Lourdes en el ‘tren blanco’ de los milagros
El viaje empezó con lágrimas. Luciana rompió a llorar en el andén de la estación Ostiense, en Roma, cuando vio que no había ninguna rampa para subirla al tren. ¿Quién cargaría entonces con sus más de cien kilos de peso y 2,30 metros de alto? Porque Luciana tiene ese problema: creció demasiado. Algunos no dan la talla, son enanos. Ella, en cambio, es gigante. Tanto que su columna vertebral no se aguanta recta y le obliga a estar postrada en una silla de ruedas. Sus manos son el doble de las de cualquiera, y sus pies, y todo.
Pero media docena de voluntarios agarró la silla de ruedas por lado y lado y ¡aúpa! Subieron a Luciana al tren de un brinco. Como también lo hicieron con 29 enfermos más, todos en silla de ruedas. Otros 140 que podían caminar se montaron en el tren por su propio pie. Todos con el mismo destino: Lourdes.
La Unión Nacional Italiana de Transporte de Enfermos a Lourdes y Santuarios Internacionales (UNITALSI) se dedica desde hace más de un siglo a eso que indica su propio nombre. Es decir, a llevar enfermos a la localidad francesa y a otros lugares de culto o, como ellos dicen, a organizar peregrinajes. Porque en el tren que partió de Roma el pasado domingo también viajaban 136 personas completamente sanas, ocho doctores, siete sacerdotes y 230 voluntarios para lidiar con los enfermos y con lo que hiciera falta. En total, más de medio millar de personas.
Es el tren blanco. Así lo llaman, aunque no es blanco por dentro y por fuera su blanco deja mucho que desear. Los trenes que la compañía ferroviaria Trenitalia proporciona a UNITALSI suelen ser los más viejos. Máquinas que no alcanzan la alta velocidad ni por asomo, y con un traqueteo incesante. El trayecto de Roma a Lourdes dura más de 24 horas. Lo denominan el tren blanco porque es una especie de hospital sobre ruedas. También se le podría llamar el tren de los milagros, porque todos los que van allí esperan “algo” y porque es casi un milagro que los enfermos lleguen vivos ante la Virgen después de tantas horas.
“Llego destrozada”, admite Luciana, a quien han colocado en una esquina del primer vagón, sentada en una camilla con la espalda encorvada y conectada a una bombona de oxígeno. La mujer gigante también necesita respiración asistida. “Me gustaría viajar en avión”, asegura ella, “pero no quepo en los asientos y me da miedo que me dejen en tierra”.
La organización italiana fleta cada año una media de 60 trenes, 50 aviones y un número indeterminado de autocares para llevar a enfermos y peregrinos hasta Lourdes y otros santuarios, según explica su presidente, Salvatore Pagliuca. Mueven unas 60.000 personas al año, 20.000 de ellas enfermas. Una locura que resulta posible gracias a los voluntarios, que no sólo trabajan de forma altruista sino que pagan por ir. El viaje a Lourdes no es barato. Cuesta entre 500 y 600 euros, también para los enfermos. El precio incluye el transporte, la comida y el alojamiento durante cinco días en alguno de los albergues que UNITALSI tiene en Lourdes.
“Voy a Lourdes para quitarme toxinas, el mal humor y los malos pensamientos”, afirma Luciana, que ya es la cuarta ocasión que realiza este peregrinaje, aunque asegura que no es creyente practicante ni está de acuerdo con muchos aspectos de la Iglesia. Su madre la llevó por primera vez al santuario cuando tenía siete años, porque la niña ya crecía demasiado y de forma imparable. Ahora Luciana ha cumplido los 44 y no espera empequeñecer, pero sí al menos sentirse más fuerte para afrontar su problema. “La gente o se sorprende o se asusta cuando me ve”, lamenta. “Pero tal vez yo también tendría miedo si viera a una persona como yo”, añade. Ella nunca se ha mirado entera en el espejo, sólo por partes. “Prefiero no verme, ¿para qué, si no me gusto?”. Antes Luciana podía caminar y respirar por sí sola. Pero poco a poco fue para atrás, en vez de para delante.
Marzia, 21 años
“Me estoy meando, ¿me puede llevar al baño, por favor?”, solicita Marzia a una voluntaria del tren. Cuando llega la voluntaria, la chica ya se ha orinado encima. Ninguno de los 30 enfermos que viajan en el primer vagón pueden controlar sus necesidades fisiológicas. O llevan pañal o sonda. Los voluntarios están acostumbrados a limpiar culos sin reparos.
Marzia es una joven de 21 años con cara de niña, que nació con paraplejia muscular. Como Luciana, está postrada en una silla de ruedas y tiene las ideas muy claras. “No espero levantarme de la silla como dicen todos. Yo sólo quiero estar serena conmigo misma y con mi cuerpo”, afirma con total lucidez. Por eso va a Lourdes. Es la primera vez que hace el peregrinaje, y reconoce que se imaginaba que el tren sería “más bonito”. “Pero lo importante es que nos lleve donde queremos ir”, resuelve.
Ése es el problema, que el tren avanza lentísimo y hace paradas eternas. Más de una hora en la localidad de Ventimiglia, en la frontera de Italia con Francia, porque allí hay que cambiar la locomotora de Trenitalia por otra francesa. Sesenta minutos más en Montpellier por razones no aclaradas. Y cuatro horas por la noche en medio de la nada. “Realmente no es el mejor tren”, admite Maurizio Tassi, responsable del peregrinaje y que lleva más de 43 años haciendo esta ruta. “Otra dificultad es que disponemos del tren tan sólo dos horas antes de la salida”, detalla. Tienen que cargarlo a la carrera con todo lo necesario: comida, agua, medicinas…
“Credo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra…”. A las cuatro de la tarde se celebra una misa. Se habilita un altar improvisado en el vagón almacén y se retransmite en directo a través de la megafonía del tren. Los siete sacerdotes que viajan con los peregrinos se visten con la casulla y se distribuyen por los vagones para dar la eucaristía. Más tarde empieza la recitación del rosario y la estampa en todos los compartimentos del tren es la misma: los pasajeros rezan al unísono el Ave María. Algunos lo hacen de pie, asomados por la ventana, como si así su oración pudiera ser más audible a la Virgen.
Stefania sonríe de oreja a oreja cuando se le pregunta qué espera de Lourdes: “Poder caminar y mover un poco el brazo izquierdo”. Tiene 52 años, y hace cinco se quedó paralizada de medio cuerpo. “No pido correr como antes, pero moverme un poquito más que ahora”, murmura.
Salvatore no se anda con rodeos y lo dice claro: “Yo espero un milagro”. Desde que a su esposa, Lisa, le diagnosticaron un tumor maligno hace 35 años, su vida ha sido un infierno, asegura. Los médicos dieron seis meses de vida a la mujer, pero ahí sigue respirando, aunque no camina, ni habla, ni parece entender nada. “Si la pones de lado, se queda así hasta que la vuelves a mover otra vez”, relata el marido. “Me enfada que los médicos digan que es un milagro que continúe viva. ¡Que me digan a mí dónde está el milagro!”, exclama enojado. Salvatore confiesa que él no es creyente y que, si va a Lourdes, no es por él, sino por ella. “A mí que me perdonen, pero yo a este Dios no lo entiendo”, masculla.
La Virgen ha hecho 69 milagros hasta la fecha, según el Comité Médico Internacional de Lourdes, que define así las curaciones que no tienen una explicación científica. En el santuario una exposición detalla los milagros uno por uno. El primero ocurrió en 1858, poco después de que la Virgen se apareciera a la joven campesina Bernadette Soubirous en una cueva de esta localidad francesa. Una tal Catherine Latapie recuperó la movilidad de su mano derecha tras sumergirla en el agua de la gruta. El último milagro sucedió en 1989, y quien se curó fue una italiana, Danila Castelli. En la muestra hay una fotografía de ella, sonriente ante la Virgen. Danila tenía un tumor maligno en la vagina; se sanó tras bañarse en las piscinas, también con el agua de la cueva.
Ahora todos los enfermos que van a Lourdes visitan la gruta y se mojan o se llevan la preciada agua bendita. Se ha convertido en una meca, casi un paraíso, para las personas con discapacidad. No hay ni una sola barrera arquitectónica, y existen lavabos en casi cada esquina, todos adaptados. Incluso se ha habilitado una especie de carriles bici, pero para sillas de ruedas.
Anarita y Maurizio
Italia tiene una influencia evidente en Lourdes. Los anuncios de las misas por megafonía se hacen primero en francés, después en italiano y, por último, en inglés. Y UNITALSI posee casi un emporio. Más de la mitad de los voluntarios que trabajan en el santuario pertenece a esta organización. Su albergue cuenta con casi un millar de camas para enfermos, y su logo está por todas partes.
Los voluntarios de la asociación, que vestían de color azul marino en el tren, cambian su indumentaria en Lourdes. Ellas se ponen una especie de disfraz de enfermera, con cofia incluida, que les da apariencia de monjas. Ellos van más discretos: mantienen el color azul marino, pero se anudan una corbata roja. Annarita Macciocchi tiene 42 años y es voluntaria desde hace 18. “Cuando regreso a casa en Italia, llego reventada de tanto trabajar atendiendo a los enfermos”, explica. Pero asegura que lo hace con gusto. Todos los años dedica parte de sus vacaciones laborales a eso. Maurizio Papa, de 29 años, también es voluntario y recomienda la experiencia a todo el mundo. “También a los no creyentes”, apunta.
Tras dos días en Lourdes, Marzia declara sentirse “más serena” y “en paz” consigo misma. Luciana continúa tan grande como siempre, y Stefania y la esposa de Salvatore, postradas en una silla de ruedas. A pesar de ello, todas esperan en el fondo convertirse en el milagro número 70; aunque sólo sea que el resto del mundo deje de mirarlas como a bichos raros. ELMUNDO.ES
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